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Capítulo 2: Carlos - El hijo de Caín libro de Jon Vendon 📕

A continuación, tengo el agrado de presentar el segundo capítulo del libro Elhijo de Caín, es importante aclarar que este emocionante capítulo fue previamente compartido por el autor Jon Vendon para el Blog Sybcodex, antes de su lanzamiento y disponibilidad para la venta en Amazon Books. [Solo tengo la autorización del autor para publicar el Capítulo 1 y 2]


Día 2. 18 de diciembre. Guadarrama, Madrid.


Carlos estaba acabando de recoger la mesa del comedor mientras Marisa fregaba los platos de la cena en la cocina de la rústica casa que habían comprado cuatro años atrás.

Se trataba de una vivienda unifamiliar de dos plantas con mil metros cuadrados de terreno, donde Carlos disponía de un pequeño huerto, robado al jardín que Marisa cuidaba con esmero. El teléfono comenzó a emitir el timbreo de una llamada y Marisa descolgó el teléfono accesorio de la cocina.

—¿Diga?... Carlos, es para ti.

—¿Quién es? —preguntó él.

—Miguel —contestó Marisa sin salir de la cocina.

El rictus de Carlos se tornó serio.

Carlos Hernández había sido agente del CNI, el Centro Nacional de Inteligencia español. A pesar de la oposición de su padre, militar de carrera, había optado por estudiar medicina. Acabó los estudios en un tiempo récord y se especializó en epidemiología. Con un máster y un doctorado Cum Laude, de pronto le empezó a atraer la posibilidad de ser militar, pero no como su padre, él quería acción. Superó las duras pruebas de acceso y entrenamiento de la Unidad de Operaciones Especiales de la Marina, en Cartagena, similares a las de los SEALs de la Armada Estadounidense. Poco después, participó en varias operaciones secretas de sabotaje contra campos de entrenamiento de Al Qaeda en África y Pakistán.

Con un cociente intelectual de ciento setenta y dos, no pasó inadvertido para el Centro de Inteligencia de la Armada, ni tampoco para el CNI, que lo reclutó y lo formó como especialista en amenazas químicas, nucleares y biológicas.

En diciembre de 2018, junto a tres agentes más, se le asignó la misión de comprobar el potencial armamentístico del DAESH. Se integraron en la unidad de Inteligencia Vigilancia y Reconocimiento del ejército español desplegada en la base de Al Asad, en Irak. El cinco de diciembre salieron de la base con rumbo a la frontera siria. Cuando estaban llegando a la población iraquí de Al-Kaim, un niño se cruzó en la carretera. A pesar de los bocinazos del claxon el crío no se movía. Salvador pisó el freno a fondo deteniendo el todoterreno a escasos metros del niño, que entonces echó a correr.


Un camión salió de la nada y les bloqueó el avance. Salvador dio marcha atrás, pero una furgoneta se había cruzado en la carretera, a unos cincuenta metros, de ella descendió un hombre con un lanzagranadas. De nada sirvió el blindaje del todoterreno ante un proyectil lanzado por el RPG-7 de fabricación soviética. Carlos pudo salir a tiempo, aunque ello no evitó que la onda expansiva le hiciese volar varios metros. A pesar de resultar herido en su brazo izquierdo y del zumbido persistente instalado en sus oídos, alcanzó una pequeña construcción de adobe, desde donde observó cómo los asaltantes festejaban su hazaña. No debieron verle abandonar el vehículo, seguramente por la humareda resultado de la deflagración. Tuvo suerte, sus compañeros no. Se practicó un torniquete en el brazo herido y esperó hasta que anocheciese para salir de su escondrijo de adobe. Había perdido su teléfono móvil, pero no tenía la más mínima intención de volver para buscarlo. Su única oportunidad dependía de que el dispositivo localizador vía satélite que llevaba insertado subcutáneamente en el abdomen siguiese operativo. Debía alejarse lo más posible del lugar del atentado. Lo hizo cuando oscureció.

Un ruido familiar lo despertó cuando estaba amaneciendo. Un helicóptero V22 Osprey de la Fuerza Aérea Estadounidense ocultaba parcialmente el sol en el horizonte.

Cuando volvió a recobrar la conciencia, estaba siendo explorado por un médico estadounidense en las instalaciones sanitarias de la base Al Asad. El médico recomendó su traslado inmediato al hospital de Ramstein, en Alemania, cerca de la base aérea norteamericana, donde fue intervenido quirúrgicamente de las lesiones producidas en su brazo. Tras una semana de hospitalización, viajó en un vuelo comercial hasta Madrid para finalizar su recuperación en el hospital militar Gómez Ulla.

Durante todo ese tiempo nadie habló del incidente que le costó la vida a sus tres compañeros, porque no había sucedido. La ocultación de los hechos era una práctica habitual cuando intervenían espías, españoles o de otros países.

Un mes más tarde, junto con el alta médica, presentó su renuncia en el CNI, también en el ejército. En ambos casos fue aceptada.


Ahora, a sus cuarenta y cinco años y con una pensión militar que le permitía vivir sin apuros económicos, dedicaba su tiempo a su mujer, a su huerto y, paradojas del destino, a la lectura de novelas de espionaje. Para descargar adrenalina y mantenerse en forma, cada mañana corría una hora entre los pinos y las encinas que rodeaban la urbanización, incluso había establecido amistad con un grupo de guadarrameños, con los que cada día, después de la siesta, procuraba jugar unas partidas de cartas en el Bar Manolo.

—Atiendo la llamada en el salón —le dijo a Marisa.

Cogió el teléfono inalámbrico y comprobó que, tal y como esperaba, la llamada procedía de un número oculto, entonces pulsó el botón verde.

—¿Diga?

—Hola, Carlos. Soy Miguel. ¿Cómo estás? ¿Y Marisa?

—¡¿Cómo cojones has conseguido este número de teléfono?! —preguntó Carlos enfurecido.

—En la guía telefónica —contestó Miguel.

—¡Déjate de gilipolleces! Este número es secreto.

Carlos había solicitado una línea privada a la compañía telefónica. Nadie, salvo la propia compañía, podía saber a quién correspondía el número asignado a la línea de su casa.

—¿Así es como saludas a un antiguo compañero y amigo? Eres un experto en bioseguridad, pero parece que se te ha olvidado todo lo relativo a ciberseguridad. Para la agencia no hay nada secreto, deberías saberlo.

—¿Qué es lo que queréis de mí? —preguntó sin rodeos.

—Se ha declarado una alerta sanitaria de nivel 1 en la base Miguel de Cervantes, en el Líbano, y…

—Sé perfectamente dónde está esa base —le interrumpió Carlos—. Me importa una mierda lo que sea que esté ocurriendo. Estoy fuera, Miguel. Buscad a otro.

—No hay nadie tan bueno como tú en esto. Créeme, no te llamaría si no fuese imprescindible.

—Mira, Miguel, voy a colgar. No volváis a molestarnos.

—Está bien, pero antes de colgar escucha lo que tengo que decirte. Si después decides quedarte al margen, tienes mi palabra de que nadie se volverá a poner en contacto contigo.

—Sé breve —le apremió Carlos.

—Ayer por la mañana, un ciudadano libanés se desplomó delante de la puerta de acceso a la base. Lo trasladaron al hospital de la instalación, donde falleció antes de dos horas. El capitán médico lo examinó y decretó el aislamiento del hospital, incluido todo el personal sanitario y los pacientes. El fallecido murió de viruela y ahora toda la base está en cuarentena.

—¿Viruela? Eso es imposible.

—No, Carlos. Las muestras del paciente llegaron esta mañana al laboratorio del Gómez Ulla. Dada la urgencia, esta tarde ya tenían los resultados: viruela.

—¿Qué variedad? —preguntó Carlos.

—Viruela mayor, puede que hemorrágica.

—Dios.

—Carlos, ¿sigues ahí?

El prodigioso cerebro del exagente comenzó a procesar información a toda velocidad.

—¿Carlos?

—¿Cuántos afectados hay?

—En la base ninguno, fuera no se sabe.

—¿Cómo que no se sabe? ¿Qué dicen las autoridades sanitarias libanesas?

—No se ha informado al Gobierno del Líbano.

—¿Pero están locos o qué? Es una enfermedad de declaración obligatoria. Tienen que informar a la OMS.

—Escucha, Carlos. Sospechan que podría tratarse de un atentado biológico contra la base. Ese hombre no pudo llegar por su propio pie a las instalaciones militares en el estado en que se encontraba. Alguien sabía lo que hacía acercándolo a la entrada de la base casi inconsciente, era la única manera de que entrase en las instalaciones militares.

Es la teoría que manejamos.

—Me lo pensaré —dijo Carlos.

—Entonces anota este número de teléfono…

—Todavía recuerdo los números de teléfono y las extensiones de la agencia —lo interrumpió.

—Este es nuevo y exclusivo para este caso. ¿Tienes a mano algo donde anotarlo?

—No me hace falta. Dímelo. Ya me conoces.

Carlos memorizó el número de teléfono y lo almacenó en algún lugar de su extraordinario cerebro, junto con el resto de números telefónicos del CNI.

—Ya llamaré si me interesa, pero no os hagáis demasiadas ilusiones. Adiós, Miguel.

Carlos colgó presionando el botón rojo del teléfono inalámbrico.

Miguel se encontraba en un despacho de la sede central del CNI en Madrid, pero no era un despacho cualquiera, era el del director de la agencia de inteligencia: el general Fernando Sainz de Rozas.

—Ya lo ha oído, señor —le dijo Miguel al director.

—¿Y qué opina, teniente Expósito? ¿Cree que aceptará?

—No estoy seguro, aunque debería haber cambiado mucho para resistirse a investigar un asunto de tal calado. Por lo que han descubierto los de ciberseguridad, parece que desde su ordenador indaga frecuentemente sobre temas de terrorismo.

Además, no ha dejado de buscar información sobre los nuevos brotes epidémicos en los últimos meses, quizás años.

—¿Sabrá que hemos entrado en su ordenador?

Miguel soltó una carcajada.

—Disculpe, señor. No se ofenda, pero si lo hubiese conocido no haría esa pregunta.

Carlos es un superdotado. Por supuesto que lo habrá deducido. No creo que vuelva a usar su ordenador ni su teléfono móvil, y si lo hace será para confundirnos.

—Era por algo relacionado con la agencia, ¿verdad? —preguntó Marisa.

—¿Lo has escuchado todo?

—Solo lo que le decías a Miguel.

Marisa conoció a Miguel y a Carlos en una exposición de pintura renacentista en el Museo Nacional del Prado. Iban impecablemente vestidos con uniformes de oficiales de la armada. Siempre le habían atraído los uniformes, pero es que a ellos les quedaban realmente bien, sobre todo a Carlos, cuya pícara mirada la atrapó cuando intercambiaron las primeras palabras. Era una etapa feliz de su vida, entonces desconocía que ambos eran agentes del CNI.

—¿Vas a volver? —preguntó ella.

Carlos, que miraba absorto las cumbres nevadas del Sistema Central, tardó unos segundos en contestar.

—No, para mí es el pasado. Tú y yo llegamos a un acuerdo y yo cumpliré mi parte.

Marisa se aproximó a su marido y le tomó la mano.

—¿Es grave? Si te han llamado debe de ser por algo serio.

—Podría tratarse de algo muy grave —respondió él.

—Vas a volver, lo presiento, porque nunca lo has dejado del todo. A veces te pasas horas buscando y leyendo artículos sobre terrorismo y geopolítica.

—Tienes razón —admitió mirándola a los ojos—, pero no me implico personalmente. Te hice una promesa y también me la hice a mí.

—Le has dicho que lo pensarías.

—Era una forma de quitármelo de encima.

—No me mientas, Carlos. Lo veo en tu mirada. Estás pensando en volver, en salvar al mundo —dijo enojada. Arrojó el trapo de cocina que llevaba en la mano sobre la mesa del comedor y volvió a la cocina.

—¡Marisa! Por favor, no te enfades. Sabes que te quiero, que eres lo más importante para mí.


Ella salió de la cocina y recogió el trapo de la mesa. Entonces lo miró a los ojos con gesto serio. Carlos no pudo aguantar la mirada de Marisa y agachó la cabeza. Tenía razón. La llamada de Miguel le había provocado una excitante descarga de adrenalina y hacía tiempo que no sentía esa agradable sensación. La corteza frontal de su prodigioso cerebro ya había comenzado a trabajar frenéticamente barajando las distintas posibilidades, las motivaciones, el origen de la viruela…

—Lo siento, tienes razón. Lo estoy sopesando. ¡Joder! —exclamó de repente. Se llevó el dedo índice a los labios indicándole a Marisa que no hablase. Comenzó a revisar lugares donde hubiesen podido colocar micrófonos o microcámaras. Examinó las lámparas, las estanterías y los conductos de ventilación; miró bajo las mesas y las sillas, tras los cuadros, los libros y las figuras decorativas. Subió a la primera planta para continuar su registro. No encontró nada.

«Vale, no hay cámaras ni micrófonos ocultos», se dijo a sí mismo, pero habían obtenido el número de su teléfono fijo y, con toda probabilidad, también los de su móvil y el de Marisa. «Entonces, ¿por qué me han llamado al teléfono fijo?», pensó. Tenía una corazonada. Descendió las escaleras hasta la planta baja, donde encontró a Marisa desconcertada. Se acercó y le susurró al oído:

—¿Llevas tu móvil encima?

—No. Me estás asustando —contestó ella en voz baja.

—Vamos afuera —sugirió él.

Ambos salieron al jardín y Carlos miró a su esposa.

—¿Has recibido alguna llamada en tu móvil desde un número oculto o desconocido en las últimas veinticuatro horas?

—No sé. Quizás un par, pero ninguna de números ocultos. Si no recuerdo mal eran de suministradores de servicios de telefonía e internet, de seguros... Ya sabes, lo habitual. ¿Me quieres decir que está pasando? —preguntó angustiada.

—Marisa, ¿cuántas veces te he dicho que no atiendas llamadas de teléfonos que desconoces?

—Mira, Carlos. Yo no voy a volverme paranoica. Quería y quiero llevar una vida normal —contestó de manera tajante.

—Lo siento, cariño. Han encontrado el número de nuestra línea telefónica. Seguro que también disponen del número de los móviles, posiblemente los han hackeado, igual que los ordenadores.

—¿Y por qué iban a hacer eso?

—Por curiosear, para conocer mi estado psicológico, mis inquietudes; si seguía interesado en el terrorismo o en las nuevas epidemias... Yo qué sé.

»Voy a salir un momento. Iré al locutorio del pueblo. Si haces o recibes una llamada de teléfono, compórtate con naturalidad y no des detalles sobre mí. Como te he dicho, puede que hayan intervenido el teléfono.

Carlos se alegraba ahora de no tener más dispositivos con conexión a internet en casa que los dos portátiles y los móviles.

—¿Tardarás mucho?

—No lo creo. Volveré en un par de horas como máximo.

—Por favor, no te retrases. Quisiera que estuvieses aquí antes de acostarme.

—No te preocupes. Volveré pronto.

Antes de salir, Carlos se cubrió con una chaqueta cortavientos que cogió del perchero de la entrada. Besó a Marisa en los labios y se dirigió al coche, un Seat Toledo que estaba en la rampa de entrada a la casa, justo detrás del Mini Cooper de su mujer.

Tuvo que estacionar el automóvil a dos manzanas del locutorio. A esas horas la mayoría de los vecinos había vuelto a casa, y encontrar estacionamiento era complicado.

Caminaba por viejas calles iluminadas por nuevas farolas con lámparas LED, confiriendo al ambiente un aspecto espectral.

Llegó al locutorio regentado por Hasan, un paquistaní afincado en Guadarrama mucho antes que él. Conocía a Hasan de vista, como a casi todos los habitantes del pueblo, incluso aquellos que tenían una segunda residencia en la localidad y que solo iban los fines de semana o las vacaciones. Nunca antes había entrado en el locutorio, cuya entrada estaba presidida por un rótulo en español y en árabe. A través de los cristales de la puerta pudo apreciar la presencia de Hasan, sentado y mirando lo que supuso era el monitor de un ordenador. No había nadie más dentro, al menos en la hilera de ordenadores de la derecha, siete en total, pero no podía descartar que hubiese alguien en alguna de las cinco cabinas telefónicas situadas a la izquierda.


Una campanilla anunció su entrada.

—Buenas noches —dijo cuando aún repiqueteaba la campanilla. Se escuchaba una emisión televisiva en urdu. Por lo que pudo llegar a entender, se trataba de una teleserie.

—Buenas noches —saludó Hasan sin dejar de mirar la pantalla.

—Quiero usar internet.

—Puedes ponerte donde quieras, pero el cinco está averiado. ¿Cuánto tiempo?

—No estoy seguro, una hora o algo más —contestó Carlos.

—Una hora, un euro; más de una hora, dos euros.

Carlos buscó la silla menos sucia y se sentó. Al parecer, los usuarios comían o bebían durante sus conexiones, una máquina de refrescos y aperitivos situada en la entrada del locutorio debía ser la responsable, eso y la falta de limpieza.

Una mujer negra hablaba, o más bien gritaba en español y con acento caribeño dentro de una de las cabinas, el resto estaban desocupadas.

Carlos abrió el navegador, entro en PubMed, el motor de búsqueda de publicaciones biomédicas de referencia, e introdujo las palabras variola virus y smallpox (viruela en latín y en inglés). Quería conocer los últimos estudios sobre el virus.

Aunque las investigaciones con el virus humano estaban prohibidas, las variantes del virus que afectaban a otras especies animales se habían utilizado para investigar sobre posibles tratamientos en caso de que la viruela reapareciese en humanos. Como suponía, existían multitud de estudios publicados que sugerían la protección contra la enfermedad humana a partir de los buenos resultados obtenidos en animales.

Comprobó que existían grandes reservas con millones de dosis de vacunas contra la viruela y que, en la actualidad, determinados grupos de riesgo seguían siendo vacunados, como las personas que trabajaban con el virus o los militares, en este último caso por prevención ante el potencial uso de la viruela como arma biológica.

Paradójicamente, en la vacunación no se utilizaba el virus de la viruela, sino que consistía en la inyección cutánea repetida de vaccinia virus, un virus de origen bovino del mismo género que variola virus que inmuniza ante la viruela y todos los virus del género orthopoxvirus, pero con efectos secundarios —bien lo sabía él—, a veces graves.

Lo más inquietante que encontró en su búsqueda era la posibilidad de adquirir la secuencia genética del virus de la viruela humana por un módico precio. Así, cualquier laboratorio con capacidad para sintetizar esa secuencia de ADN podría crearla, modificarla e insertarla en el virus de la viruela de animales, como las aves o los roedores, incluso en células humanas. Las posibilidades eran infinitas, y la probabilidad de éxito demasiado inquietante. Ante un virus humano generado y modificado a propósito en un laboratorio nadie estaría inmunizado, porque sería una nueva cepa.

—Señor. Tengo que cerrar —dijo Hasan.

Carlos miró su reloj de pulsera. Eran las doce menos diez. Llevaba más de dos horas y media delante de la pantalla. Le dio tres euros a Hasan y salió del locutorio a toda prisa. Le había dicho a Marisa que volvería pronto y le había vuelto a fallar.

El móvil de Miguel comenzó a sonar cuando se disponía a acostarse. Miró la pantalla y reconoció el número, era de la central del CNI. Descolgó.

—¿Miguel?

—Dime, Marcos.

Marcos Moreno era otro de los agentes asignados al caso de la viruela detectada en la base del Líbano, y al que le había tocado realizar el turno nocturno de vigilancia.

—El pájaro se ha movido. Acabamos de detectar una serie de búsquedas relacionadas con la viruela en un locutorio de Guadarrama.

—¿Podemos descartar que haya sido otra persona la que ha realizado esas búsquedas?

—El móvil de Carlos está en su domicilio, pero el caso es que, ni lo he visto ni se le ha escuchado hablar en las últimas horas.

El spyware, o programa espía del CNI que había sido instalado en los móviles y los ordenadores de Carlos y Marisa, recopilaba toda la información de los dispositivos infectados. Registraba y rastreaba las llamadas efectuadas o recibidas, localizaba la ubicación del dispositivo y grababa y filmaba lo que captaban el micrófono y las cámaras de los móviles, también los ordenadores o cualquier aparato electrónico conectado con estos, aunque estuviese apagado.

—Gracias, Marcos. ¿Algo más?

—No. Su mujer se ha pasado estas horas viendo un programa televisivo de La Sexta.

Lo deduzco por el audio, puesto que las pantallas de los portátiles estaban tapadas y los móviles sobre alguna mesa. Me conozco de memoria el techo de una habitación y parte del comedor.

—Si hay algo nuevo me lo cuentas mañana. Buenas noches.

—Buenas noches —se despidió Marcos, y colgó.

Miguel reflexionó sobre lo impropio del comportamiento de Carlos. «El ex agente sabía qué la búsqueda de información sobre la viruela en Guadarrama lo delataría. No debe importarle tanto como conocer qué está sucediendo», dedujo. Al día siguiente, una vez en las instalaciones del CNI, comprobaría las búsquedas realizadas. Sobre lo que no albergaba ninguna duda era el interés de Carlos por el incidente del Líbano, aunque de ahí a llegar a reincorporarse al servicio activo e implicarse en el operativo que se estaba preparando distaba mucho.


Llegó al chalé a las doce y cuarto. Carlos se bajó del coche para abrir la cancela y observó que las luces de su casa estaban apagadas, salvo la de la entrada, que siempre permanecía encendida por la noche. Volvió al coche, lo estacionó y cerró la verja de entrada a la finca. Subió los tres peldaños que lo separaban de la puerta, sacó las llaves del bolsillo del pantalón, introdujo una de ellas en la cerradura y con suavidad la giró.


Entró en el recibidor y, sin encender la luz, dejó las llaves de casa y del coche en una bandeja metálica que había sobre el mueble de la entrada. Subió las escaleras alumbrado únicamente por la escasa luz de la luna que atravesaba las ventanas, giró el pomo de la puerta de la habitación y la abrió. Marisa parecía dormida, la cadencia de su respiración así lo indicaba. Se desnudó dejando la ropa sobre la silla de su lado de la cama, retiró el nórdico, se tumbó con cuidado y se cubrió.


Marisa se había despertado antes de que él entrase en la habitación, pero prefirió hacerse la dormida. No le apetecía iniciar una conversación que probablemente acabase en una discusión.


Figure 1. Capítulo 1: Carlos, El hijo de Caín - sybcodex.com
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Aviso sobre el contenido


El contenido de este artículo es de carácter literario, ficticio y no pretende ser una descripción precisa de eventos reales. Los nombres, personajes, negocios, lugares e incidentes son ficticios y cualquier similitud con personas reales, vivas o muertas, o eventos reales es pura coincidencia.


Este capítulo literario de contenido realista, vanguardista, subjetivo y futurista que podría caer en términos de ciencia ficción está redactado con fines de entretenimiento.


Referencias


Jon Vendon (2023). Ilustración de este artículo. [Figure 1]. Recuperado de su autoría.


Autor: © Jon Vendon

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Título del poema: Capítulo 2: Carlos - El hijo de Caín

©Todos los derechos reservados al autor.


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