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Breve
biografía de Julio Ramón Ribeyro
(Lima,
Perú, 31 de agosto de 1929 - Lima, 4 de diciembre de 1994)
Julio
Ramón Ribeyro (1929-1994) fue un destacado escritor peruano considerado uno de
los más importantes del siglo XX en su país. Nació en Lima y estudió Letras y
Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre los años 1946 y
1952. Fue becado por el Instituto de Cultura Hispánica y vivió varios años en
Europa, donde trabajó como periodista y escritor. A lo largo de su carrera,
Ribeyro publicó numerosos cuentos, novelas, ensayos y crónicas.
Se
le considera un maestro del cuento, siendo su obra cuentística una de las más
relevantes de la literatura latinoamericana. Entre sus obras más destacadas se
encuentran "La palabra del mudo", "Los gallinazos sin
plumas", "Solo para fumadores", "La tentación del
fracaso".
Ribeyro
también incursionó en el periodismo, donde destacó por su agudeza y sentido
crítico. Fue columnista de importantes medios de comunicación.
Julio
Ramón Ribeyro falleció en Lima en 1994, pero su obra literaria sigue siendo
estudiada y admirada por generaciones de lectores y escritores en todo el
mundo.
A
continuación, les comparto el cuento Alienación solo con fines educativos:
Alienación
(Cuento
edificante seguido de breve colofón)
Silvio en El Rosedal (no se publicó como un libro individual, pero fue publicado en 1977 como parte del tercer tomo de La palabra del mudo) La palabra del mudo. Cuentos 1952-1977, tomo III. (Lima: Milla Batres Editorial, 1977, 220 págs.)
«A
pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un
zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se
encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía
saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo
de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y
deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el
huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un
chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y
por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva
persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado
de un cruce contranatura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su
desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se
llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos
documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa
hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.
Todo empezó la tarde en que un grupo de
blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de
las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos,
hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables
tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio
fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el
barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito
que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera.
Pero en realidad, como todos nosotros,
iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos
años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no
estudiaba con las monjas alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas
del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía
sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en
ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que
contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su
manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre
descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.
Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni
los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y
de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de
la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto
que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se
atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se
puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no
le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír,
jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en
profundas tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas
blancas, consolaba.
Fue una fatídica bola la que alguien
arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca
donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía
tanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de
flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la
pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se
la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar
algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo
ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como
veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.
Roberto no olvidó nunca la frase que
pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco
palabras decidieron su vida.
Todo hombre que sufre se vuelve
observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su
mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el
órgano vigilante que cala, elige, califica.
Queca había ido creciendo, sus carreras
se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en
impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo
eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a
descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas
comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la
banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en
un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más
triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera
vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra
deidad había dejado de pertenecernos y que ya no nos quedaba otro recurso que
ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado
irremisiblemente de los dioses.
Desdeñados, despechados, nos reuníamos
después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros
cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos
lo irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos
tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos
escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a
veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra
ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su
manera nuestro abandono.
Y fue Chalo Sander naturalmente quien
llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde
temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta,
urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo
se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los
geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el
carro de su papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato
acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas
reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía
apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya
nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no
olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una etapa de nuestra
juventud.
Casi todos desertaron la plaza, unos porque
preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron a otros barrios
en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como
repartidor de una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros
niños y niñas cogían el relevo de la pandilla anterior y repetían nuestros
juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria
registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la
casa de Queca. Así pudo comprobar antes que nadie que Chalo había sido sólo un
episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que la preparó para
la llegada del original, del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan,
hijo de un funcionario del consulado de Estados Unidos.
Billy era pecoso, pelirrojo, usaba
camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en
lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en
el de su papá. No se sabe dónde lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí,
pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus raquetas
de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura
de Chalo se fue opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por
desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo, Queca había al fin
empuñado su carta. Sólo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas
las de la ley, como sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos
con los que tanto, durante años, tan inútilmente soñamos.
Las decepciones, en general, nadie las
aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se convierten
en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho
Gómez se fue a estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto
realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca era una huachafa y Lucas de
Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias veces
en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y
tajante: o Mulligan o nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si había
tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y vencidos? Había un
estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad
gris y a quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El
problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan siendo un zambo. Pero el
sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había
librado a un largo escrutinio y trazado un plan de acción.
Antes que nada había que deszambarse. El
asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua oxigenada y se lo
hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco
de botica hasta lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado
sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo se vestían, qué decían, cómo
caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.
Lo vimos entonces merodear, en sus horas
libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que tenían algo en común:
los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country
Club, otros a la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba
haber distinguido su cara tras el seto del campo de golf, alguien le sorprendió
en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron
quienes lo encontraron deambulando por los pasillos de la embajada
norteamericana.
Esta etapa de su plan le fue preciosa.
Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera especial
de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco
convencional. Fue por ello uno de los primeros en descubrir las ventajas del
blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de cuero rematadas
por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de
jebe, el encanto colegial que daban las gorritas de lona con visera, la
frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas rayas verticales, la variedad
de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello
pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía de las camisetas
blancas con el emblema de una universidad norteamericana.
Todas estas prendas no se vendían en
ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que estaba fuera de
su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había
familias de gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían,
previo anuncio en los periódicos. Roberto se constituyó antes que nadie en esas
casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el fruto de
su trabajo y de sus privaciones.
Pelo planchado y teñido, blue-jeans y
camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.
Todo esto le trajo problemas. En el
callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el saludo al
pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás
daba un centavo para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo
gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía haber sido un blanco roñoso
que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de
salir con ella ni de ser pilotín de barco.
Entre nosotros, el primero en ficharlo
fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un purser de la
Braniff. Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se
encontró de sopetón con Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo
sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la película, que
seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que
compraba cigarrillos Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente.
Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide
Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y
regionalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había
rajado el alma durante veinte años para montar ese negocio. Nada lo reventaba
más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo importante
era la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la
plata. Cuando vio que su empleado se había teñido el pelo aguantó una arruga
más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó un carajo que estuvo a
punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le
salió la mezcla de papá, de policía, de machote y de curaca que había en él y
lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería Morales Hermanos era una
firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto
lo del maquillaje, pero si no venía con mameluco como los demás repartidores lo
iba a sacar de allí de una patada en el culo.
Roberto estaba demasiado embalado para
dar marcha atrás y prefirió la patada.
Fueron interminables días de tristeza,
mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de un gringo
como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le
cerraban una tras otra. Algo había descuidado en su estrategia y era el
aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una academia de
lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un
cuaderno. Cuando llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente
visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte. Pero allí estaba el cine, una
escuela que además de enseñar divertía.
En la cazuela de los cines de estreno
pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales. Las
historias le importaban un comino, estaba sólo atento a la manera de hablar de
los personajes. Las palabras que lograba entender las apuntaba y las repetía
hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films aprendió frases
enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el
vaquero romántico haciéndole una irresistible declaración de amor a la
bailarina del bar, como el gánster feroz que pronunciaba sentencias lapidarias
mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos
equívocos que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero
parecido con Alan Ladd, que en un western aparecía en blue-jeans y chaqueta a
cuadros rojos y negros. En realidad sólo tenía en común la estatura y el mechón
de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la frente. Pero vestido igual que el
actor se vio diez veces seguidas la película y al término de ésta se quedaba
parado en la puerta, esperando que salieran los espectadores y se dijeran, pero
mira, qué curioso, ese tipo se parece a Alan Ladd. Cosa que nadie dijo,
naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en
sus narices.
Su madre nos contó un día que al fin
Roberto había encontrado un trabajo, no en casa de un gringo como quería, pero
tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de
cinco de la tarde a doce de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos
reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una manera neutra y
francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que
entrara uno para que ya estuviera a su lado, tomando nota de su pedido y
segundos más tarde el cliente tenía delante su hot-dog y su coca-cola. Se
animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma
lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de
expresiones, que le permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices
de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto era muy difícil de pronunciar,
fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.
Y fue con el nombre de Boby López que
pudo al fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano. Quienes
entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una
clase, ni dejó de hacer una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre
un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que por razones
profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros
horizontes y otros barrios, sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban
sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la suya. Se hizo amigo
especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo.
Cabanillas tenía la misma ciega admiración por los gringos y hacía años que
había empezado a estrangular al zambo que había en él con resultados realmente
vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de
parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era un actor segundón admirado
por un grupito de niñas esnobs, sino al indestructible John Wayne. Ambos
formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año con las mejores
notas y mister Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de
“un franco deseo de superación”.
La pareja debía tener largas, amenísimas
conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en sus blue-jeans
desteñidos, yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero
también es cierto que la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas,
ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello alquilaron un cuarto en un
edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un
reducto inviolable, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y
sentirse en un barrio californiano en esa ciudad brumosa. Cada cual contribuyó
con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus pósters y José María, que era
aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy
Dorsey. ¡Qué gringos eran mientras recostados en el sofá-cama, fumando su
Lucky, escuchaban The strangers in the night y miraban pegado al muro el puente
sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el
puente.
Para nosotros incluso era difícil viajar
a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o mucho dinero. Ni
López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el
salto de pulga, como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo
de purser en una compañía de aviación. Todos los años convocaban a concurso y
ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran
sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y
era evidente, para los calificadores, que se trataba de mulatos talqueados.
Fueron desaprobados.
Dicen que Boby lloró y se mesó
desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al
vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días
más sombríos de su vida, la ciudad que los albergaba terminó por convertirse en
un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches. Pero el ánimo les
volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos,
había que irse como fuese. Y no quedaba otra vía que la del inmigrante
disfrazado de turista.
Fue un año de duro trabajo en el cual
fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y formar una
bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron
al fin hacer maletas y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual
tanto habían sufrido y a la que no querían regresar así no quedara piedra sobre
piedra.
Todo lo que viene después es previsible
y no hace falta mucha imaginación para completar esta parábola. En el barrio
dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de
viajeros y al final relato de un testigo.
Por lo pronto Boby y José María se
gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se dieron cuenta
además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del
mundo, asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas,
sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas, polinesios, esquimales, ejemplares
de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en común el
querer vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber
intentado usurpar su apariencia. La ciudad los toleraba unos meses,
complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados. Luego, como por un
tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.
A duras penas obtuvieron ambos una
prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo estable que
les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les
pasaban por las narices, sin concederles ni siquiera la atención ofuscada que
nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la música de Frank Sinatra
les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un
hot-dog, que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron
al albergue católico y luego a la banca del parque público. Pronto conocieron
esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía patinar
como idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista
de la naturaleza.
Sólo había una solución. A miles de
kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios estadounidenses
combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de
Occidente decían los diarios y lo repetían los hombres de Estado en la
televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese lugar! Morían como
ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había
un cuarto en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear
un año allí tenía todo garantizado a su regreso: nacionalidad, trabajo, seguro
social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de
reclutamiento. A cada voluntario, el país le abría su corazón.
Boby y José María se inscribieron para
no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en un cuartel
partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje
fue inolvidable. Habiendo nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico,
haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con miles de privaciones, es
verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde,
volaban sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se
aproximaban, jóvenes aún colmados de promesas, al reino de lo ignoto.
La lavandera María tiene cantidades de
tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas con una
letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y
cabarets. Luego cartas del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer
ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos documentos pudimos
reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos
tanteos, Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino
al mundo. Había que llegar a un paralelo y hacer frente a oleadas de soldados
amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban los voluntarios,
los indómitos vigías de Occidente.
José María se salvó por milagro y
enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a Lima, meses
después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se
suponía que había emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José
María, la primera ráfaga le voló el casco y su cabeza fue a caer en una
acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un
brazo, pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su cerveza
helada, desempolvado ya y zambo como nunca, viviendo holgadamente de lo que le
costó ser un mutilado.
La
mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque, que la borró del
mundo. No pudo leer así la carta oficial en la que le decían que Bob López
había muerto en acción de armas y tenía derecho a una citación honorífica y a
una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.
Colofón
¿Y
Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o
tal vez no, eso nadie lo sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba
convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había montado un negocio de
carne de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda
casa con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos
inventados por la industria humana, una casa en suma como las que había en cien
mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el
irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de
Queca se agrandaron y adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada
vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas y a las carreras de
auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar
maligno en el pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de
Kentucky, se enredó con una empleada de la fábrica, chocó dos veces el carro,
su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su
mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos,
mientras sonreía estúpidamente y la llamaba chola de mierda».
Resumen
del cuento alienación a criterio personal
Cuenta
la historia de Roberto López o también conocido por “Bobby”, que no se sentía
identificado con su apariencia y su condición social, esto tal vez nunca debió pasar,
pero por razones de la vida se enamora de Queca, una chica de test blanca y
agraciada que llamaba la atención de muchos pretendientes. Cuando él le propone jugar, ella le responde que no juega con con zambos.
Aquello
cambio algo en Bobby y desde ese momento el sentimiento de no amar sus rasgos y
aceptar su entorno se hizo cada vez más incontrolable, se pintó el pelo, quería
ser a todo lugar como un gringo.
El
deseo de ser parte de los Estados unidos y tener ahí un lugar acorde a lo que
anhelaba fue tal que el único modo de lograrlo era aprendiendo inglés y lo consiguió,
solo faltaba tener los documentos para viajar. La opción que eligió es ser
parte de un grupo de soldados de guerra en donde murió con su amigo. Tenía
nuevo nombre, pero nada salió como lo pensó.
La señorita Queca, por preferir el dinero de un joven extranjero y luego de vivir un poco de la felicidad del enamoramiento, vio como poco a poco su vida se volvía como la de una sirviente a su marido; quien la golpeaba y decía palabras denigrantes por su procedencia.
Clic para ver videos del tema en Youtube
Figure 1. Cuento Alienación de Julio Ramón Ribeyro - sybcodex.com |
Referencias
DALL·E 2 (openai, 2023).
Ilustración de este artículo. [Figure 1]. Generado en
https://openai.com/dall-e-2/
Alienación, Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). (s/f). Literatura.us. Recuperado el 17 de abril de 2023, de https://www.literatura.us/julio/alien.html
Autor del cuento: © Julio Ramón Ribeyro
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Título del artículo: Cuento Alienación de Julio Ramón Ribeyro
©Todos los derechos reservados al autor.
alienación
análisis literario
cuento corto
Cuentos realistas
narrativa peruana
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